lunes, 28 de julio de 2014

¿Somos lo que queríamos?


Esto de envejecer es una puñetera lata. 

Cada vez me cuesta más trabajo fijar la vista en la pantalla de la computadora y parecería que los lentes de miope que cargo desde los 14, ya no están funcionando como deberían.

 Me levantó al baño por las noches no menos de dos o tres veces. 

Los tacos al pastor para cenar han sido eliminados, casi por completo de mi dieta, a menos que quiera que el famoso dragón de la acidez me visite intempestivamente y tenga que buscar a tientas la pastilla de omeoprazol que lo soliviante.

 Saltar un murete de un metro de altura (un juego de niños) es hoy por hoy, un desafío similar a tirarse desde La Quebrada en Acapulco, y por eso, ni siquiera lo intento.

 La lista es larga, mucho más de lo que quisiera admitir. Y sin embargo, me lo tomo con cierto sentido del humor y no he recurrido a placebos que den simulada seguridad, frente a la inevitabilidad del deterioro físico al que todos, de una u otra manera estamos condenados.

 Nunca me pintaré las canas, ni me haré un trasplante de pelo. No recurriré a la grapa estomacal para ser un falso flaco. No cambiaré los cafés de la mañana (negros y sin azúcar)  por té verde con stevia. Y por supuesto, no me compraré unos pants fosforescentes para salir a eso que algunos llaman eufemísticamente “correr”, a menos de que alguien con malas intenciones me persiga. 

Acabo de encontrar una foto mía a los once años. Ese muchachito de pelo rizado que fui y que me mira desde el papel retadoramente, con los dientes intactos y sin anteojos, no está nada contento viendo en lo que me he convertido. Pero no tiene que ver con el cuerpo que he ido dejándole hecho un asco con el paso del tiempo.

 Él, quería para mí una vida de aventuras extraordinarias. Primero, terqueó durante muchos meses con querer ser guía en safaris africanos, cuidar cebras, curar garras infectadas de leones, pelear a tiros con los traficantes de marfil, salvar a la guapa perdida en la selva, mirar el atardecer desde las Cataratas Victoria. Y yo, nunca estuve en África. Luego, deseó fervientemente ser agente secreto, de preferencia de CIPOL (algunos lo recuerdan, cómo yo, estuvieron allí, frente a la televisión). Conocer de códigos y de armas ultrasecretas; pelear contra las fuerzas “del mal”, manejar increíbles automóviles llenos de botones y de aparatos increíbles, tener un reloj-teléfono, salvar a la guapa de las garras del enemigo. Y yo, no puedo a veces ni recordar mi password en la computadora. Quiso embarcarse en el Nautilus con el famosísimo Jacques Cousteau; ver de cerca la migración de las ballenas jorobadas, sumergirse en la cueva de los tiburones dormidos, saludar a la “magmota bebé”, perderse en el arrecife australiano, salvar a la guapa del naufragio.  Y yo, ni siquiera he estado nunca en un barco carguero.  ¡Astronauta pues! Dice a gritos. Quería ver los atardeceres rojizos de marte, deslizarse en los anillos de Saturno, esquivar tormentas de meteoritos al mando de la más refulgente de las naves espaciales, salvar a la guapa de la estación orbital soviética averiada. Y yo, me mareo en los aviones y me la paso francamente mal. Además, la Unión Soviética ha desaparecido  Bueno… De perdida bombero. Y levanta las cejas, interrogante, desde su 20/20 de visión, francamente molesto. Vestirse de rojo y tocar la campana del coche bomba. Tirar puertas a hachazos, bajar gatos de los árboles, rescatar a la guapa del incendio.  Y yo, pues no. Ni modo. Tendría muchas cosas que reclamarme, lo sé de cierto. No hice ninguna proeza, ni me embarqué en una aventura fantástica, ni tuve jamás un reloj-teléfono (aunque los celulares podrían parecerse de alguna manera a ese sueño de infancia). Pero descubro de repente que no era necesario. Que me hice escritor para poder contar todas las vidas que no he vivido como si fueran mías. Y sobre todo lector, para viajar sin levantarme del sillón, asombrándome a cada paso y con cada página, saboreando los triunfos y derrotas de otros, metiéndome en la piel de los protagonistas. En lo que no le fallé fue en el tema de la guapa, y con eso, de alguna manera compenso todo aquello en lo que no cumplí y por lo que podría reclamarme agriamente. La guapa duerme a mi lado desde hace 23 años. Y ella fue la que me salvó a mí. No le debo nada al muchachito que me mira desde la fotografía Hemos sido, él y yo, inmensamente felices. Y le prometo solemnemente, que sabremos envejecer lo más dignamente posible.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que estoy en esa etapa donde te has encontrado con esto, esta etapa que te ha obligado a escribir esto y si somos inmensamente felices sin arrepentimientos, gracias por compartir tu vejez

Unknown dijo...

por mucho es lo mas nostalgico chingon que he leido en mucho tiempo...